En mi penúltimo viaje a Rhode Island, USA, con mi hijo Josué, mi hermana nos invitó a viajar a la bellísima ciudad de Boston, en Massachussets, el viaje lo hicimos por tren, nos tomaría aproximadamente treinta y cinco minutos, mientras que en auto serían casi una hora además de los inconvenientes de tráfico y estacionamiento.
Salimos muy temprano, a las siete de la mañana estábamos en la estación de la ciudad de Attleboro Massachussets, a cinco minutos de casa de mi hermana, esa mañana hacía bastante frío y viento, con el agregado de nieve por todos lados. Nuestro tren llegó con una puntualidad impresionante, mientras esperábamos otros trenes pasaban a gran velocidad, provocando en mi cierto nivel de pánico por la cercanía y el estruendo que provoca esa gigantesca masa de motor y vagones que pasa a unos centímetros.
Cuando viajo mis sentidos disfrutan hasta el mínimo detalle a mi alrededor, para mi todo es importante, observaba los vecindarios, personas, árboles, jardines, autos, calles, edificios, bodegas, las paradas que hacía el tren, el tiempo entre una y otra, las personas que subían y bajaban, trataba de adivinar el perfil de los pasajeros, la mayoría bien vestidos, perfil de ejecutivos, con sus elegantes abrigos, maletines, celulares, laptos, libros, estudiantes, en fin un banquete para mi imaginación.
Apenas empezaba a acostumbrarme al lujoso confort cuando llegamos a la estación del centro de Boston, una maraña de sistema ferroviario, todo subterráneo, información electrónica, gente muy apurada pero muy respetuosos, al llegar al nivel de calle aparece la majestuosa arquitectura del centro bostoniano, era mi tercera visita a la ciudad, pero como que fuera la primera vez, me sentía como niño perdido en una tienda de juguetes, los sonidos, todo era belleza a mi alrededor, el olor, la agitación ordenada, con apuro pero sin desesperación, las calles llenas de autos pero sin la asfixia que siento en Guatemala.
Boston no es de visita de un solo día, pero hicimos lo que pudimos, visitamos museos, parques, iglesias, el centro financiero, y la parada de rigor a almorzar al Quincy Market y su gran cantidad de restaurantes con variedad de comidas exquisitas, olores y sabores para todo paladar, realmente inolvidable.
Casi a las siete de la noche regresamos a la estación por donde llegamos, mi hermana con mucho cuidado revisó el itinerario y dentro de cinco minutos llegaría nuestro tren, y, ¡aleluya! Que puntualidad allí estaba. Abordamos.
El viaje de regreso empezó, yo observaba, medía los tiempos, viajamos durante quince minutos y ninguna parada, diez minutos más tarde casi le exigí a mi hermana que averiguara si estábamos en el tren correcto, a los dos minutos venía mi hermana de regreso en medio de un mar de risas a explicarme que por treinta segundos tomamos el tren equivocado, pero que fue error de la compañía de trenes. Por un momento me sentí incomodo, pero casi detrás de mi hermana venía personal de servicio, al mando un señor de raza negra, como de 65 años, con una dulce amabilidad a explicarnos el procedimiento para ponernos de nuevo en ruta, nunca perdió su sonrisa.
Nos explicó que tendrían que coordinarse con otros tres trenes de otras rutas para poder hacernos llegar a nuestro destino –la ciudad de Attleboro- nos dio instrucciones con tiempos precisos, y que nos sintiéramos tranquilos que todo se llevaría acabo muy rápido. Nos dejaron en una estación solitaria y según el tiempo que nos dieron allí estaba llegando nuestro segundo gigantesco tren, se bajó un encargado de la operación, nos preguntó rápidamente algunos datos y arriba, a los pocos minutos en la siguiente estación en medio de la nada, pero a los tres minutos siguientes se detiene nuestro último gigante de acero y en menos de quince minutos estábamos bajando en Attleboro.
Yo estaba asombrado del nivel de profesionalismo con que nos trataron, me sentí muy importante ante todo el despliegue logístico para enmendar el error de treinta segundos, no escatimaron nada, al final solo nos retrasamos como veinte minutos, para mi la experiencia valió la pena.